Carlos Manzano
Habría que empezar diciendo que la colección Vagamundos, de la Editorial Traspiés, bien podría considerarse algo así como un rara avis en el panorama literario actual, ya que se trata de una colección que pone casi tanto cuidado en el continente como en el contenido. El extremo cuidado con que está confeccionado cada libro, la exquisitez de su diseño, la calidad del papel, la ro-bustez de sus cubiertas, la extrema belleza de las ilustraciones, convierten cada uno de los libros en una obra de arte en sí mismo, de manera que, esta vez justificadamente, el libro físico como tal merecería erigirse en objeto de colección.
Pero Agua quieta es mucho más que apariencia: es, ante todo, literatura en estado puro. La na-rrativa de Cristina Grande, como bien apunta el título de este libro, se extiende sigilosa sobre las páginas del libro como el agua mansa de un arroyo. Es una prosa tranquila, suave, sin aspa-vientos ni giros innecesarios, construida a base de palabras imprescindibles. Los treinta y séis relatos que conforman el libro están escritos con la sencillez y la naturalidad de lo verdadera-mente importante. Lo cual, por supuesto, no menoscaba la profundidad ni la densidad del conte-nido. El motor, el hilo que enlaza las diferentes partes del conjunto, es la simple exposición de la cotidianidad, pero desde una perspectiva que, lejos de banalizarla o reproducirla sin matices ni recovecos, la enaltece como rudimento fundamental de la vida. Así se afirma ni más ni menos en uno de los relatos del libro:
Mi abuela me ha dejado una gran herencia, su diario de guerra y el ejemplo de cómo ex-primir la vida hasta el último sorbo. Sabía que la vida está hecha de pequeños detalles, y a los problemas y disgustos les daba la misma importancia que a un buen café o a una buena película. (pág. 25)
A veces, Grande nos acerca pequeños recuerdos de niñez, anécdotas tanto propias como de sus seres más queridos, aparentemente nimias, que por uno u otro motivo han quedado grabadas a fuego en su memoria; otras, nos habla de la actualidad a través de relámpagos leves, aparente-mente insustanciales, pero donde se condensa aprisionada toda fuerza desgarradora de la vida –una vida aprehendida, como no puede ser de otra manera, a través de los sentidos y objetivada por la experiencia.
Los relatos no son propiamente reflexiones, aunque muchos de ellos puedan conducir al lector a un estado semejante al de la meditación. De alguna manera, Grande ejerce notaria de lo efímero, de la realidad más volátil, que es sin embargo la que con más fuerza queda grabada en nuestra memoria y, por lo tanto, la responsable de lo que ahora somos. No hay gratuidad en ninguno de los textos: no en vano, somos lo que recordamos haber sido, y por ello la memoria, la fuerza insondable de la evocación, acaba erigiéndose en el prisma a través del cual, inevitablemente, oteamos el presente, lo comprendemos y le otorgamos sentido. Y mucho de eso hay en las pági-nas de este libro.
No querría acabar sin destacar las hermosas ilustraciones del libro, realizadas por Esperanza Campos, y que vienen a poner el complemento perfecto a la cuidada prosa de Cristina Grande y, de ese modo, contribuyen al realce de lo verdaderamente trascendente.