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Mi abuela me llama al móvil. Sabe que estoy en Huesca comiendo con unos amigos. Le apetece venir a los toros y quizás podríamos encontrarnos a la entrada de la plaza. Mi abuela tiene 96 años: es imposible no complacerla. Su nieto mayor se ha ofrecido a acompañarla.
Hace buena tarde y nos sentamos en una terraza frente a la plaza de toros, antes de la corrida. Mi abuela lleva las entradas en el bolso y un precioso collar de perlas en el cuello. Y se fuma un cigarrillo. A todos nos fascina su tiesura, su lucidez y su coquetería.
Nos cuenta que la última vez que vino a los toros a Huesca fue en el San Lorenzo de 1934. Toreaba Sánchez Mejías y ésa fue para el torero su última corrida, porque al día siguiente le cogería un toro en la plaza de Manzanares, adonde había ido a sustituir a Domingo Ortega, que acababa de tener un accidente de coche con su apoderado. A Sánchez Mejías no le venía bien aquel viaje tan apresurado, pero hacía poco que había vuelto a los ruedos y no quería que se dijera que temía a los morlacos de Ayala. Él mismo sacó las dos papeletas de los toros que le correspondían. El primero, un manso astifino y badanudo llamado Granadino, le cogió junto al estribo. No quiso que le operaran en la mísera enfermería y decidió volver a Madrid. Moriría de gangrena el 13 de agosto, tan sólo tres días después de haber toreado en Huesca.
-No se sabe dónde nos espera la muerte- dice mi abuela para terminar, como si no hubieran pasado casi setenta años, como si la muerte se hubiera olvidado totalmente de ella.