By mayo 25, 2010 0 Comments

Agua quieta II

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Mi madre aprobó al examen de reválida el 13 de junio del año 50. Hacía tanto calor como ahora. Por ser el día de San Antonio de Padua, mi abuela y sus hermanas le rezaron al santo por quien tenían gran devoción, especialmente mi tía Petra. Mi abuela, además de rezar, le dio dos bofetadas a mi madre, que no quería presentarse al examen porque sufría un ataque de pánico, o de agotamiento después de haber estudiado tanto. Las monjas dijeron que si mi madre no aprobaba no aprobaría ninguna alumna. El vestido-abrigo de piqué rosa le hacía sudar y le picaba, y volvió a casa hecha una furia creyendo que lo había hecho muy mal.
Esa misma primavera mi tío Sixto, el hermano de mi abuela, volvió de América. Las tres hermanas fueron a recibirlo al puerto de Barcelona, de donde había zarpado treinta años antes siendo apenas un adolescente. Petra llevaba en la mano una fotografía en la que sólo reconocía sus pícaros ojillos azules. Sixto y Petra, los dos solteros, decidieron poner un negocio en Zaragoza, y encontraron una mercería en traspaso que casualmente se llamaba San Antonio. El negocio les fue bien porque, como decía Petra, San Antonio no podía fallarles. Ni que decir tiene que Sixto también acabó siendo fiel devoto del santo, al que en Lanaja se le hace una novena. Y hoy mi abuela me recita de memoria un responsorio en verso ( El mar sosiega su ira / Redímense encarcelados / Miembros y bienes perdidos / Recobran mozos y ancianos). Y de nuevo me cuenta, delante de mi madre, lo de las dos bofetadas.
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