Agua quieta III
María Anoro planchaba mejor que nadie. La ropa blanca era su especialidad. La humedecía previamente: no le gustaban las planchas de vapor. Con gran parsimonia echaba todo el peso de su cuerpo sobre la tabla. Su brazo derecho se arqueaba como el contrafuerte de una catedral. Una y otra vez hacía el mismo recorrido por la pechera de las camisas, por las mangas (cuyos hombros ajustaba al borde redondeado de la tabla), por las sábanas de hilo que se mostraban demasiado rebeldes, por los pañuelos de batista con iniciales bordadas que durante un rato quedaban impresas en la tela amarillenta de la tabla. Había un algo de domadora en sus gestos. La ropa acababa doblegándose ante su insistencia. Ni camisas, ni sábanas osaban arrugarse luego. La ropa bien planchada dura más tiempo limpia, solía decir. Yo, mientras, merendaba en la cadiera y la veía planchar. Ratos y ratos. Todo se basaba en la repetición., en un ritmo cansino que nos anestesiaba. Las tardes de verano eran interminables y yo la observaba como observaba el balanceo del gran péndulo dorado del reloj de la escalera. En una casa donde todas las mujeres éramos manojos de nervios, que hacíamos las cosas cono si no fuésemos a tener tiempo para algo misterioso que tenía que suceder en cualquier momento, María Anoro ponía clama, actuaba como un contrafuerte a nuestros desasosiegos. A veces, le pedía que me dejase para el final alguna servilleta que repasar, pero ella se mostraba reticente, y nunca aprendí a planchar. Tenía una sabiduría muy suya. Y tenía todo el tiempo del mundo. No hablaba casi. Prefería que me sentase a leer junto a la ventana mientras ella planchaba sin ninguna prisa. Ratos y ratos.